Me contó un pajarito que hay historias que no se olvidan.

En primera instancia pensé que debía estar loca. Primero por estar conversando con un pájaro y segundo, porque hasta entonces creía que cuando los capítulos se cerraban, se cerraban completamente. Con personas y todo. Con sus dolores, problemas; cariño y emociones.

El pájaro resultó ser un psicópata. Tomé la silla más cercana y me acerqué a su jaula, para seguir hablando un poco más cómoda. Después de todo, las personas —o aves— más brillantes tienen un poco de locura encima.

Desde que llegué a Italia conocí a varias personas de distintos tenores sociales, económicos y culturales. De cada grupo aprendí algo. Con algunos me sentí lo suficientemente cómoda como para seguir viéndolos eventualmente; y con otros definí aún más qué tipo de gente quiero evitar en la vida. Por suerte, más o menos podemos elegir de dónde salir corriendo.

Y también, hacia dónde.

Después de conversar con el pájaro, entendí que hay personas que pasan por tu vida solo para enseñarte algo. Después se esfuman como Batman en el medio de la noche. Y está bien. El objetivo fue cumplido, cada uno sigue adelante en su propio camino. Pero también existen otras personas con las que a pesar de que el tiempo pase, las distancias se agranden y el mundo se de vuelta patas para arriba, las cosas no cambian.

Todo es como siempre fue. El lazo está intacto.

Me entusiasma pensar que de toda la gente con la que me crucé en estos meses, quizá uno o dos permanezcan en el tiempo. Y que cuando llegue a los 50 años, los recordaré con cariño como aquellos seres con los que creé un nuevo vínculo. En otra tierra, en otro idioma.

Cuando terminamos de hablar, me levanté y abrí la jaula del pajarraco. Volteó hacia los dos lados y salió volando sin despedirse. El mundo es demasiado grande como para quedarse encerrado.

Y estoy segura de que nos volveremos a ver.

Comentar

Scroll Up