Le dije que no. Y lo siguiente que hice, fue subirme al avión

Le dije que no. Y lo siguiente que hice, fue subirme al avión.

Pero antes de llegar a este punto, debo confesarte, Clara, querida amiga, que la situación me desbordó un poco.

Eran los primeros días de julio y ya podía sentir el calor que el pavimento desprendía. Las calles de Madrid estaban concurridísimas. Después de un tiempo viviendo acá, volvían a nacerme esas ganas de moverme, de cambiar de aires. La empresa me garantizó que podía trabajar desde donde quisiera, siendo ciudadana europea, por lo que empecé a mirar otros destinos con amor.

Un martes, salí de la Librería en la Calle, te acordás? Esa que está escondida en lo que parece un traboule madrileño. Salí del negocio y escuché la voz de Germán. Me llamó por mi nombre. Era imposible confundirme. Por un momento pensé que era parte de mi imaginación, porque después de que volvimos a perder contacto, por un tiempo continué pensando en él. En su voz. La forma en la que me hablaba sobre modelos a escala y aeronáutica. De vez en cuando, volvía a escuchar algunos audios viejos que me habían quedado en el historial de chat.

La cuestión es que estaba ahí, al lado de la mesita blanca con libros en oferta, y me preguntó qué estaba haciendo en España. Con ese acento que mete zetas y shushea. Yo me estaba derritiendo.

Le conté que estuve girando por Europa durante los últimos seis meses. Que Madrid había despertado un poco mi curiosidad, porque a pesar de haber aprendido otros idiomas, extrañaba entrar a una librería y ver la mayor parte de los libros en mi lengua nativa.

Espectacular, me dijo. Yo compré un piso en la ciudad. Estoy viviendo cerca del centro.

No sabía que querías quedarte a vivir acá, le dije, mientras apretaba mi bolsa de tela contra el pecho.

Ni yo, me respondió. Amo mi ciudad, pero no estaba muy seguro de querer quedarme. Creo que nunca entendí bien lo que quería. Hasta que un día se encendió una especie de bombilla en mi mente y bum. Clarísimo como el cristal.

Lo miré y no supe qué responder.

Una chica lo llamó desde de la librería. Él le respondió con señas y volvió a mirarme. ¿Me puedes dar tu número de móvil? No me gustaría volver a perder contacto contigo.

Yo seguía en la misma posición que antes. Por dos segundos eternos, consideré no dárselo y despedirme. Después de todo, había estado bien sin él.

A la semana siguiente me llamó.

Volvimos a hablar y vernos como hacíamos antes. Creo que tenías razón, Clara, cuando me advertías que el hecho de no haber sido nunca una pareja formal iba a tener repercusiones. De nuevo nos encontrábamos casualmente. La gravedad del asunto recae en que la conexión que tenemos no es solamente física. Es mental. Eso es lo peligroso. Porque después de haberlo hecho en su sillón de Madrid, no me volví a mi casa. Ambos nos quedamos tirados en la alfombra del living comiendo papas fritas y debatiendo si Biden ganaría una re-elección o si los estadounidenses preferirían volver a Trump.

¿Y sabés qué es lo peor? Nunca le dije que lo amaba.

Él no estaba seguro de comprar un departamento en Madrid, y yo no estaba segura de si de verdad lo amaba. Pero al final, ambas lamparitas —porque me niego decirle bombilla a la lamparita— eventualmente se encendieron. El problema era que estaban en habitaciones diferentes.

Seguimos así por tres semanas.

Una tarde, antes de pasar por un bar a tomar un aperitivo, me pidió que lo acompañe a comprar unas macetas para el departamento nuevo.

Me pareció una propuesta extraña, pero vos sabés bien que nada me divierte más que entrar en negocios. En el camino por los halls y las estanterías, señaló otros artículos para comprar y añadir a la lista. Cuando por fin llegamos a la parte de hogar & naturaleza, o como se llame, me dijo:

Elígela tú.

¿Qué cosa?, le digo.

La maceta.

¿Yo? Em, no sé, no sé ni qué tipo de planta querés.

¿Qué me recomendarías?

Al final del paseo por el negocio, Germán pagó con tarjeta y pidió que le envíen todas las cosas al domicilio, entre las 15 y las 17.

En ese momento no me supe dar cuenta, amiga, pero la culpa de todo esto que estoy sintiendo la tiene esa planta. Fue la clave de todo. Yo lo vi venir; lo vi venir desde el día que me pidió el número de teléfono en la Librería en la Calle. Pero no tuve el valor de decírselo. Esperé hasta último momento, y cuando finalmente me preguntó si quería ir a vivir con él, le conté que tenía un pasaje comprado a Edimburgo desde hacía un mes.

Me confesó que la última vez que nos dejamos de ver se había sentido muy mal. Que no fue como las anteriores. Extrañaba estar conmigo y para él, haberme encontrado en la librería fue una señal.

Volvió a preguntarme si quería mudarme con él en Madrid. Le dije que no. Y lo siguiente que hice, fue subirme al avión.

Hasta ahora, no tuve la oportunidad de decirle lo que siento por él. Pero vos sabés muy bien, Clara, amiga mía, que legalmente en Escocia no puedo estar por más de seis meses.

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