Decime dónde estás.

Decime a dónde querés ir.

A veces cuando voy caminando al trabajo, paso a paso, cruzando por las mismas calles y doblando por las mismas esquinas, me doy cuenta que perdí magnitud de las cosas.

Hasta hace muy poco, todo era nuevo. Estimulante. La incógnita de tener problemas grandes sin resolver angustiaba, pero también daba vida. Mil ventanas abiertas con distintos paisajes; y brazos demasiado cortos para asomarse por alguna de ellas. Incomodaban, sí, pero al mismo tiempo no dejaban de ser eso: Posibilidades.

Ahora me encuentro mirando siempre por la misma ventana. Haciendo el mismo camino todos los días y durmiéndome a la misma hora. Rogando encontrar el tiempo o la energía para sentarme a escribir. Para pensar.

¿Es eso «convertirse en un adulto»? ¿Sentir cómo el reloj te acorrala y la agenda deja de ser personal? Es social, tajante y estricta.

En uno de esos nueve minutos de caminata, deseé ir a una juguetería y comprar algún rompecabezas. Me imaginé eligiendo uno de mis días libres para pasar la tarde en la mesa del comedor —preferentemente con nubes y lluvia de fondo—, escuchando música y disfrutando las horas que estoy viviendo sin sentir ni preocuparme porque el tiempo esté avanzando. Como cuando era chica y hacía lo mismo en mi casa de Argentina, mientras mamá tomaba mates en la cocina o acomodaba las cosas del jardín.

Mi mente concentrada en el presente. Ni en mañana, ni en dos meses o tres años. Sólo buscando encontrar el lugar justo donde poner la pieza que tengo hoy en las manos.

🧩 Foto del encabezado: Edimburgo.

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