En el tren me di cuenta

que ella también me había visto.

Esa mañana estaba apurado por llegar a la estación y evitar perderme el tren a Clifton. El problema no eran las calles transitadas, Edimburgo no es Londres. Mi preocupación es que tiendo a apretar demasiadas veces el posponer en mi celular.

Y esa mañana, así fue. Cuando llegué, las personas que esperaban empezaron a levantarse de sus asientos hacia el andén. Tres minutos de anticipación. Dos tazas de café en sangre. Un rostro familiar en la ventana.

Al principio dudé de si en verdad era ella.

El tren se mueve rápido, me excusé. Fue mi imaginación, consideré. Cuando bajo mi vista para controlar el billete, veo que me toca el vagón C, y debo dirigirme a donde creí verla sentada. Dejo pasar a la mayor cantidad de pasajeros delante de mí. Ellos habrán pensado que soy el hombre más cordial del mundo; cuando en realidad, mi plan original fue camuflarme entre cuerpos, camperas de invierno y trolleys de cabina.

Nos conocimos en la secundaria. Ella era tres años mayor, ya estaba por graduarse. Clifton es un pueblo donde el gato del vecino de a tres cuadras sabe que anoche saliste a escondidas de tu casa. Y peor aún, se lo contó al gorrión de enfrente.

Cuando salíamos con Clarice, «nadie» nos veía. No tenía nada de ilegal, ambos aún éramos menores. Íbamos en bicicleta hasta el descampado a descubrir constelaciones y escribir la hora y punto cardinal. Con el paso de los días notábamos las pequeñas diferencias. Hablábamos largo y tendido de nuestras aspiraciones. De adónde ir una vez terminada la escuela, qué ciudades queríamos visitar. Cuántos perros tener cuando llegue la jubilación. Cosas naturales.

Había cinco filas de asientos entre ella y yo. Ambos del lado del corredor y enfrentados, por lo que bastaba alzar la vista para encontrarnos. Clarice estaba leyendo un libro cuya portada no alcancé a ver. Tenía un mechón de cabello que se le salía de la oreja y acomodaba compulsivamente, como siempre. ¿Cuántos años tendría? ¿22, 23? No parecía muy distinta a la última vez que nos vimos, cuando me dijo que tenía novio.

Creo que ese fue el momento en el que sentí el sabor de la traición. Me acariciaba la punta de la lengua y recorría mi garganta hasta apretarme el pecho con un nudo, fuerte, fuertísimo. Después de un tiempo me pregunté si el equivocado no era yo. Al fin y al cabo salí a escondidas durante meses a coger con la chica de alguien más. Pero yo no lo sabía. No lo hice a propósito.

Fui feliz a costa del dolor de otra persona. Pero yo no lo sabía. No lo hice a propósito. Lo juro.

Iban treinta minutos de viaje y Clarice aún seguía leyendo el libro. Cada tanto disimulé mirando por la ventana, pero me costaba dejar de observarla. ¿Estará viviendo en Edimburgo también? ¿Viene a Clifton de visita, o siguió viviendo acá? Sentí asco de mí mismo por estar tan intrigado aún. Tan preocupado por qué habrá o no habrá hecho con su vida. ¿Será feliz?

De pronto, de mi lado del pasillo, apareció el carrito de ventas y un señor me dijo, Cheers, mate. Would you like some cookies or snacks?

Acepté un café, le pagué al hombre, y mientras guardaba las cosas de mi mesa, alcé la vista. Vi que ella me estaba mirando. El carrito avanzó por la fila hacia delante. Al atravesarnos y pasar, aún nos seguíamos mirando. Esta conexión fue solo interrumpida por ella aceptando las galletas del vendedor y teniendo una pequeña conversación con él. Acto seguido, dejó sus cosas y se levantó del asiento.

Cuando Clarice miró hacia donde estaba su ex, él ya se había ido.

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