Hoy es domingo. Está fresco, hay nubes y me encantaría estar con mi mejor amiga tomando un té. Normalmente alcanza con un mensaje para que tras 20 minutos de espera y un viaje en bicicleta de por medio, estemos ambas conversando sobre las preocupaciones de la semana y los sueños del año.

Van 69 días desde que no salgo de casa. Desde el 20 de marzo, el gobierno argentino decretó la cuarentena obligatoria. Pasan las semanas y al llegar al vencimiento… se agregan unos 15 días más. Y así estamos. En casa, contando los días para que todo esto termine.

Pero no todos contamos de la misma forma.

Los tiempos que corren sirvieron no solo para frenar el ritmo frenético que llevamos, sino también para reencontrarnos con nosotros mismos y quienes tenemos a nuestro lado. Me parece increíble que aún pueda sorprenderme de personas que conozco desde hace tantos años— y creía conocer bien. Las situaciones de crisis, en este caso de pandemia, parecen sacar todo de nosotros. Lo mejor y lo peor. Lo verdadero de nuestro ser.

Toda la vida crecí escuchando las típicas críticas estereotipadas del argentino promedio. Desde la viveza criolla hasta los insultos más clásicos. Por supuesto que no creo que todos seamos así. Pero es ahora, en esta situación, que me doy cuenta que el vivo no es alguien ajeno, un desconocido articulado por el lenguaje. El vivo, el irresponsable, tiene rostro. Y no cualquier rostro… un rostro familiar.

Hay quienes significan otra cosa al escuchar la palabra cuarentena. O al leer la línea quedate en casa, no salgas. Parece simple pero no lo es. Parece fácil, pero no lo es. En estos días escuché toda clase de excusas para no cumplir las reglas. «En mi ciudad no hay casos», «vino solo en el auto», «no aguanto encerrado», «ay, pero no toco nada ni a nadie», «extraño a mis amigos». Yo también extraño a mis amigos, pero no voy a darme el gusto de salir. No pasa solamente por el egoísmo de pensar sólo en las necesidades personales, sino también por la irresponsabilidad social. La falta de respeto para con el otro y para con el sistema. No voy a darme el gusto de salir porque prefiero tener la conciencia tranquila de que cumplí con las reglas de mi comunidad. Y, cuando llegue el momento de criticar el comportamiento del otro, el vivo, el ajeno, el que no cumple las reglas, el que se caga en todo, lo pueda hacer sin una gota de remordimiento. ¿Cuántos pueden hacer lo mismo?

En estos meses aprendí que siempre vamos a encontrar justificaciones para nuestro comportamiento, independientemente de cualquier valoración moral o ética. Quizás el tiempo, la experiencia o el análisis sean los responsables de que los argumentos y las actitudes cambien. Pero tengo mis dudas.

Por lo pronto voy a prepararme otro café porque el día es largo. Pero, al igual que la cuarentena, en algún momento terminará.

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