Llegué al consultorio un tanto asustada. Mamá estaba esperando mi salida en la puerta del sanatorio. Con la permanencia de la pandemia, es un requisito que sólo entren al edificio los pacientes, con excepción de un acompañante extra si eres menor de edad. Como claramente no lo soy, me encontré sentada sola en el pasillo. Los pisos blancos encandilaban y las cámaras de seguridad me incomodaban. También me preocupaba pensar en mamá estando sola en la calle.

Escucho mi nombre desde una puerta en diagonal a mí. Entro, saludo y me pongo alcohol en gel en las manos. Contame qué te anda pasando, nena, me dice la doctora. Es la primera vez que veo a esta mujer y de entrada me parece un tanto pintoresca. Le muestro mi reacción alérgica en las costillas. Me dice que puede ser herpes zoster, a lo que le cuento que por precaución, saqué a mi conejo de la habitación pensando que podía ser el ocasionador de las manchas en mi piel.

¿Tenes un conejo?, me pregunta interesada. A mí me encantan los conejos, pero tengo perro y no puedo, viste.

Sonrío, aunque con el barbijo no se puede apreciar. Continúa examinándome y me explica que mi sarpullido es producto de la varicela que tuve cuando era niña. Las erupciones vuelven a salir ante situaciones de estrés o si el sistema inmunitario es débil. Al final, el pobre Carlitos no tenía la culpa. Nos volvemos a sentar en el escritorio. Toma su celular y pienso que no sé, hablará con alguien por Whatsapp como la mitad de la gente hace mientras tienes una conversación. Pero no, gira su pantalla hacia mí y me dice: ¡Mirá! esta mancha es como la tuya. Igualita.

—Sí.. —le contesto—. Sí, igualita.

La doctora estaba buscando imágenes en Google.

Mientras escribe en la receta una crema para mi piel, pregunta suavemente: ¿Y ahora dónde lo tenés al conejo? A esta mujer sí que le intriga el conejo. En el patio, contesto. Tengo un patio grande.

—Ah, pero seguro a la noche lo volves a llevar a tu habitación, ¿no?

Le explico que por razones sanitarias decidí que por ahora no vuelva a mi pieza y la señora parece quedar conforme. Luego de entregarme la receta, continúa rellenando la solicitud de análisis de sangre que necesito. Aprovecho a preguntarle si debo tener en cuenta algo más respecto al cuidado de mi piel, algo sobre su aspecto, algo que podría preocuparme. No, me dice, ¡no te va a pasar nada! En una semana se te va. Cualquier cosa te venís, total, yo estoy todo el día acá.

Sentí un poco de pena por la forma en la que pronunció esa última parte.

Me entrega todo lo que necesito y comienzo a guardar los papeles en mi bolso. Nos despedimos cordialmente y cuando estoy por tomar el picaporte de la puerta para salir, me pregunta:

—¿Y de qué color es tu conejo?

—Naranja —respondo mientras me volteo a hacia ella—. ¿Querés ver una foto?

—Sí —me dice entusiasmada.

—Se llama Carlitos —le digo mientras hago zoom a la imagen en mi celular.

—Ah, pero qué lindo que es. Tenés que hacerlo papá, que tenga familia.

Si le llego a decir a esta mujer, pensé, que Carlitos en realidad es hembra pero le puse Carlitos porque estaba antojadamente decidida a llamarlo así independientemente del sexo del conejo que adoptara, me quedaría atrapada en este consultorio hasta que arranque Telenoche.

—Sí, pero no creo —le respondo mientras me encojo de hombros—, demasiados conejitos.

La mujer sonrió y esta vez sí nos despedimos. Cerré la puerta y sentí que dejé atrás a alguien que necesitaba encarecidamente la companía de otra alma.

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