Aprendiendo a conducir con mi amigo el instructor

Decidí tomar clases de manejo porque mi familia prefirió derivarme a una escuela de conductores antes que enseñarme en el medio del campo. Primero me pareció innecesario, pero terminé valorando la paciencia y didáctica del instructor —cuestiones que probablemente mis allegados no tenían.

El instructor salió por una puertita luego de que terminé de agendar el curso completo con el secretario. Me saludó con un gesto, se presentó y me señaló el camino hacia la puerta. Era la típica persona que calificamos con cara de bueno; declaración controversial porque la mitad de su rostro estuvo siempre cubierto por un barbijo. De todas formas, transmitía esa sensación amigable de confort.

Entramos al auto con doble comando estacionado en la puerta del negocio.

Bueno, me dice, sabes algo ya de manejo… ¿o arrancamos de cero?

Le mentí diciendo que tenía una idea básica, pero que prefería que arranquemos de cero.

Con el correr de las clases ya la conversación no giraba exclusivamente en torno a cuándo apretar el embrague, cómo cambiar de marchas o evitar que se nos apague el auto. Estábamos lo suficientemente cómodos como para hablar de otras personas, de nuestra vida, de lo que nos gustaba o no del trabajo. Me contaba sobre sus pasatiempos, se reía de mis chistes y yo ya sentía que salíamos a dar un paseo.

Pasamos de manejar por las calles desoladas de los barrios a animarnos a las avenidas y bulevares. Al terminar, me decía que lo había hecho bien.

Hasta cierto punto fue una relación en escalada, afianzándose con el paso de los días.

Pero llegó el final del curso.

Me quedaba solamente la última clase, y pensaba en cómo se las arreglaría para enseñarme a estacionar en una hora de reloj. Mientras volvíamos al negocio le consulté sobre mi inquietud, y me ensalzó con palabras justificando cómo son necesarias más clases para aprender a conducir con confianza, ir tranquilos al examen, etc. Volví a mi casa pensando en que bueno, tenía sentido lo que me decía. Después de todo, él es el instructor.

Pero tras una ducha caliente, mientras estaba sentada mirando la nada, me di cuenta que me habían engatusado. El «pack» de clases básico estaba estructurado para introducirme en la conducción al conveniente ritmo de la agencia, no para directamente rendir el examen como al principio me vendieron.

Mi nuevo amigo me quería cobrar cinco clases más a pesar de que aprendí a manejar muy bien. Y él fue quien me lo dijo, me lo dijo al final de varias clases. Y ahora, mi amigo, quería que le dé más dinero después de haberle pagado una pequeña fortuna hace unos meses. No, no, no, eso no lo hacen los amigos.

Llegué a un arreglo y en las clases extras me enseñó a estacionar porque yo lo pedí. Si hubiera sido por él, hubiésemos paseado por las avenidas unos días más, conversando sobre lo mucho que le gusta su trabajo.

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